Edda
O Samudio A.
Universidad
de Los Andes
Introducción
El polifacético
imaginario jesuítico en los periodos de dominación hispánica y en el
republicano, motivo de esta presentación, dejó testimonios tangibles e
intangibles, materiales y espirituales en los espacios sociales de la ciudad
serrana y en la vasta área de influencia ignaciana. [1] De esa manera, en
esta exposición nos proponemos examinar y dar sentido al entramado de las variadas representaciones simbólicas
ignacianas en un tiempo de larga duración que a través de una serie de instituciones forjadas
en espacios sociales diversos, moldearon sus actuaciones materiales y
espirituales, las que interactuaron
individual y colectivamente en el acontecer de la cotidianidad de la Mérida de entonces. El colegio, la iglesia y
las unidades de producción constituyeron la terna sobre la que la Compañía de
Jesús, levantó la obra que trascendió en la vida venezolana: modelar en forma
integral la juventud con el hálito del humanismo cristiano e infundir sus
valores en la colectividad para cimentar
una sociedad virtuosa.
El
colegio irradiador primigenio de saber y virtudes.
El
contexto urbano emeritense, al igual que en otras provincias de ultramar, fue
el lugar propicio y primer escenario en
el territorio de la Venezuela actual, en el que
los jesuitas arraigaron su presencia con
el establecimiento de sus colegios, en los que implementaron una serie
de herramientas para llevar a cabo desarrollo de su labor educativa destinada a
formar las elites de las incipientes sociedades citadinas en los
territorios americanos. También el púlpito los sermones cargados de enseñanzas
religiosas robustecían en los jóvenes estudiantes la forma de vida que se
correspondía con la metodología instituida en la Ratio Studiorum, la que
postulaba la formación de un ser único y perdurable, formación holista,
instructiva y formativa que
capacitaba a los jóvenes para que
fueran líderes en las embrionarios sociedades de
las urbes.
En las primeras
décadas del siglo XVII, cuando la pequeña ciudad andina empezaba a experimentar
el auge económico de la actividad agro comercial, en mayo de 1628, la orden ignaciana, levantaba a una cuadra de la plaza mayor, espacio
urbano de mayor prestancia y significación, su primer centro de enseñanza en el
extremo septentrional se Sud América, el
colegio San Francisco Javier del que formó parte su templo
contiguo, contexto espiritual que complementaba los aprendizajes del aula. A
partir de ese momento los iñiguistas dieron inicio a la docencia ininterrumpida
por casi ciento treinta y nueve años.[2]en los que el
plantel contó con la presencia temporal de religiosos eruditos, tanto criollos,
como provenientes de distintas regiones europeas,
con conocimientos en biología, pintura, latín, filosofía, escultura,
arquitectura y música, entre otras disciplinas.
Al colegio de Mérida fueron designados algunos de los más ilustres jesuitas de la Provincia del
Nuevo Reino, entre ellos, el magnífico lingüista padre José Dadey y el magistral latinista y
lucido poeta, padre José Solano.
Rectores,
Docentes, Orientadores Espirituales, Prefectos, Predicadores y Administradores,
desarrollaban con rigurosidad su
quehacer formador en el aula como en cada espacio del plantel. Entonces, empezó la enseñanza de las primeras
letras y las lecciones básicas de
Gramática griega y latina que constituían la plataforma para seguir las
disciplinas mayores, las que cursaban
preferentemente en la Universidad
Javeriana de Bogotá [3]y, en algunos casos, en la Universidad de Gorjón de Santo Domingo, primera universidad en el Continente, pero buscaron en
Caracas la obtención los grados mayores,
cuando el 22 de Diciembre de 1721,
mediante Real Cédula, el Rey Felipe V confirió al Seminario Santa Rosa de Lima,
la gracia de conceder grados y, casi al
cumplir su primer aniversario, el 18 de
Diciembre de 1722, el Papa Inocencio
XIII le concedió carácter de Pontificia. El prestigio, respecto y confianza de
la formación jesuítica debió influir para que algunos merideños rehicieran religiosos
de la orden ignaciana en el colegio de la Compañía de Jesús
de la capital del Nuevo Reino
En el
provinciano colegio de Mérida, al igual que en el resto de los colegios
indianos, los ignacianos, apegados a su ideal
pedagógico definido en la Ratio Studiorum, enlazaban, simultáneamente,
instrucción y educación en la formación
de un estilo y espíritu de vida; o sea virtud
con letras como lo señala el padre José
del Rey Fajardo.[4] Precisamente, en el proceso de
enseñanza-aprendizaje cuyo objetivo conjugaba, a través de la raciocinio
lingüístico, tal como lo refiere el mismo
Padre del Rey: conocimientos y valores, saber y ética, palabra y acción,
cultura y buenos modales
a través del ejercicio de la persuasión
por medio la Retórica,[1]
lo que le ha llevado a considerar su aporte en la creación de la República de las Letras en Venezuela”. [5]
Todo aquello fue posible gracias al sistema administrativo del colegio que fue
ejemplo de la capacidad administrativa jesuítica. Sus miembros debieron tener
una vida ejemplar, de austeridad y rectitud, celosos del cumplimiento de las
normas jesuíticas, la cual daba garantía de respeto y obediencia, como
acatamiento a la autoridad y, en suma, garantía de eficiencia en la gestión
administrativa, así como en la misión espiritual y educativa la Orden de San
Ignacio de Loyola. Como bien se ha señalado, en ese sentido ella personificaba
un modelo que fue imitado por algunos y envidiado por muchos.
El templo
Con los padres
de familia y el resto de los miembros de la sociedad emeritense, los jesuitas compartían la cotidianidad citadina a través
de permanentes y armónicas relaciones
sociales de la que formó parte la eucaristía dominical, la tradicional
recepción de sacramentos, las celebraciones religiosas, como la festividad del 31 de julio, dia de San Ignacio de Loyola fundador de la orden o las
fiestas de los patrones de las cofradías. Además, en el templo, los
pomposos sermones domingueros con una con una lucida oratoria sutilmente piadosa
y popular,
como los que debió ofrecer el reconocido padre Ignacio de Meaurio,[6]
nutrieron de mensajes sublimes el mundo espiritual y de conocimientos
terrenales a la colectividad merideña, contribuyendo decisivamente a la formación de la merideñidad y, de la que formó parte, el sentimiento
de pertenencia americana y criolla, considerado
sin vacilación, su mayor legado. [7]
Una interesante actividad
poco conocida de los ignacianos pero que debió contribuir a
la religiosidad de los merideños fue el de evangelización que
llevaron a cabo a través de las visitas o misiones circulares que consistían en
recorridos temporales por los pueblos próximos a la ciudad para catequizar y bautizar.
Igualmente, se conoce que se desempeñaron como doctrineros de un grupo indígena
La biblioteca ignaciana
Huellas indelebles dejó la valiosa Biblioteca del Colegio San Francisco Javier, conocida realmente después de la expulsión de sus gestores, con el Inventario
de los bienes del colegio en julio de 1767, [8] al sedimentar, no solo, los conocimientos
que los colegiales adquirían en las aulas, con los importantes libros que la Ratio disponía para la enseñanza
de la gramática, humanidades y retórica, sino que esa extraordinaria riqueza bibliográfica para
la época que formó parte de los bienes, pasó
al Seminario de San Buenaventura
y, finalmente, de nuestra Alma Mater. Por cierto ese espacio de consulta,
lectura y meditación y la dedicación formativa de los maestros del colegio, debió tener un significativo
influjo en el arraigo de la vocación al
estudio en la ciudad andina, hecho que
se avizora a las pocas décadas de
establecido el colegio ignaciano en 1666, cuando un pequeño grupo de vecinos y
estantes en la ciudad protocolizan una escritura [9] en la
contrataban a su costa, un maestro para que ofreciera a sus hijos y a jóvenes
de de ciudades venezolanas un curso de
Artes o de Filosofía a un grupo de hombres jóvenes, por espacio de tres años .[10]
Asimismo, la
biblioteca del Colegio Francisco Javier debió estimular la formación de pequeñas y
también importantes colecciones privadas de libros, de las cuales han quedado
testimonio en testamentos coetáneos y fomentar el conocimiento humanista en las
colectividad urbana, pues existen evidencias de que los jesuitas prestaban los
libros a los vecinos emeritenses; en los recibos de ingresos y egresos del
colegio, consta que obras importantes
fueron vendidos en los momentos cercanos a su expulsión. Así, en la
sociedad urbana, también estos religiosos estimularon el cultivo armónico de
intelecto y espíritu, de cuerpo y alma, promovieron el
humanismo americano en los contextos donde ejercitaban la docencia,
considerado sin vacilación su mayor legado. .[11]
El complejo económico.
La misión
religiosa, social y cultural que llevó a cabo la Compañía de Jesús, a
través de su colegio en Mérida, al igual que en otras provincias de
Hispanoamérica colonial, fue posible gracias a que sus miembros fueron capaces
de desarrollar y manejar racionalmente sus núcleos de actividad económica, las
haciendas, columna financiera fundamental del colegio San Francisco Javier. La
eficiencia jesuítica tuvo el protagonismo de su complejo ciudad- campo, constituido
por el colegio, sus haciendas y otra serie de propiedades urbanas y rurales,
las que estuvieron esparcidas en
diversas regiones de la geografía venezolana, desde los Andes hasta las tierras
llaneras y lacustres. .[12]
El desarrollo del complejo económico jesuítico
dependió en buena medida de su capacidad
administrativa, orientada por el patrón austero de vida de la Orden, modelo orientado
claramente hacia organización y maximización de los ingresos y minimización de
los gastos. No se desconoce la intervención de una serie de factores humanos y
naturales que afectaron la economía de la región e incidieron en la producción
de las haciendas ignacianas, consecuentemente en el autoabastecimiento, la comercialización de sus productos y en
el cumplimiento de todas aquellas
funciones. Por ello, hemos señalado que es posible establecer que todo factor
que alteró las condiciones ecológicas y económicas de la interacción
ciudad-campo en esos siglos hispánicos, determinó modificaciones en la
vinculación planificada que mantuvieron los complejos jesuíticos, es decir
entre sus instituciones urbanas: los colegios y sus dependencias rurales: las
unidades de producción agropecuaria.
La
eficacia de los jesuitas en el
manejo de su complejo urbano-rural, modelo de administración, fue lograda en función de aquel novedoso criterio
de rendimiento económico que impusieron a través de sistemas de
autoabastecimiento e interdependencia comunitaria y de autofinanciamiento, logrado por medio de
la participación competitiva de sus productos en diferentes mercados. Ese
dinamismo que hizo de los jesuitas no solo ejemplo de administración, sino los administradores más exitosos en el periodo colonial, haciendo
de sus haciendas centros productivos de los mejor dotados y más eficiente en la
región. En ellos desarrollaron
actividades agrícola, pecuaria y agropuecuaria, a expensas primordialmente de la mano de obra esclava, en
las que a través de la inversión y administración jerarquizada, debidamente
planificada, lograron sistematizar el cultivo, la cría, la artesanía y la
comercialización de sus productos, proveerse
de los recursos necesarios que garantizaron el mantenimiento del colegio San
Francisco Javier, con sus funciones de docencia, eclesiástica, social y
cultural, aporte de la Compañía de Jesús
al desarrollo integral de Mérida
y su región hasta 1767 cuando fueron expulsados y abandonaron la ciudad andina. [13]
La presencia jesuítica en una
ausencia prolongada.
En 1815 o sea al año del restablecimiento de la Compañía de Jesús por Pio XII, el obispo panameño RafaelLasso de Lavega , quien
desde su arribo a Mérida debió experimentar el vacío que había dejado en
Mérida, el Colegio San Francisco en Mérida, con motivo de la restitución de la
Orden y de que en la provincia del Nuevo
Reinohabía todavía vivo seis jesuitas, entre ellos el padre Alejandro Más y
Rubí, exponía por escrito a la Real Junta de Restablecimiento en Madrid que se
atrevía a asegurar que “…bastaría correr
la voz que vienen para que en todo o en muchas partes muden las cosas de
semblante”. .[14]
A más de un siglo de ausencia del Colegio San Francisco Javier, aún se experimentaba el influjo ignaciano en
el ámbito académico emeritense.. A propósito de la cercanía de la fiesta de la Purísima
Inmaculada, patrona de la de la Universidad, y en virtud de su vuelta al
edificio del extinguido Seminario donde
había había estado alojado desde sus orígenes, la Junta de Inspección y
Gobierno de la Universidad acodó solicitarle al obispo el uso de la capilla
del suprimido Seminario; en su petición
se evidencia que la proyección del colegio jesuita fue más allá de las
Humanidades y penetró profundamente en la espiritualidad de la sociedad merideña, pues a más de una centuria, en la
Universidad se practicaban los ejercicios espirituales de San Ignacio de
Loyola. .[15]
Sin lugar a dudas, el
heterogéneo imaginario jesuítico en los periodos de dominación hispánica y en
el republicano, dejó huellas perceptibles e impalpables, en los espacios
sociales y culturales de la Mérida
serrana. Las diversas representaciones simbólicas ignacianas, a través de una
serie de instituciones, forjadas en espacios sociales diversos, moldearon sus
actuaciones materiales y espirituales e interactuaron individual y
colectivamente en el acontecer de la cotidianidad de la Mérida.
El
colegio, la iglesia y las unidades de producción que constituyeron la triada
sobre la que la Orden jesuítica, levantó la obra que trascendió en la vida
venezolana hasta más allá de las centurias coloniales, pues su influjo aún se
percibe en el tardío siglo XIX. Muchas
Gracias.
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